La lluvia caía furiosa sobre los habitantes de aquella ciudad. La vida se detenía por un momento, los paseos pasaban a ser carreras. Al menos, fuera de la cúpula de la gran metrópolis.
Lara miraba los extraños pájaros negros que siempre salían con la lluvia. Nadie le había enseñado nunca como se llamaban ni cómo sonaban sus cantos. Jamás había salido de la bóveda protectora en la que había nacido. Nadie sabía muy bien qué separaba a los habitantes de la gran metrópolis cubierta por una enorme cúpula de material blindado de aquellos que vivían en el exterior, aunque se creía que fue una antigua enfermedad muy contagiosa. Nadie se lo había cuestionado nunca, las normas estaban ahí por algún motivo, siempre lo habían estado. Era muy simple: si nacías en la metrópolis, vivías bajo la cúpula y no salías jamás.
Lara odiaba eso con todas sus fuerzas. Quería conocer el olor de la lluvia, el cantar de los pájaros, quería sentir aquello que llamaban brisa. La curiosidad siempre le había podido, aquellas barreras se le quedaban pequeñas. Pero la frontera era infranqueable. La cúpula era maciza, no había forma alguna de traspasarla ni desde dentro ni desde fuera. Muchos lo había intentado y, la gran mayoría, había fallecido en el intento.
Mientras ella seguía absorta en sus cavilaciones encaramada a uno de los tejados de la ciudad, sus amigos la llamaron desde abajo. Por primera vez en lo que se conocía, el agua del exterior empezaba a filtrarse por el borde de aquella barrera. Quizás solo se tratara de una tubería rota, pero, en aquel instante, supuso mucho más que eso: aún quedaba esperanza.