La salida
El país estaba sentenciado, la guerra había acabado con todo. Y si no lo hubiera hecho la guerra, lo habría hecho la catástrofe natural que había sido anunciada para dentro de unos pocos meses.
Todos los expertos lo tenían claro. La falla que pasaba por debajo del país estaba al borde de la ruptura y, cuando eso ocurriera, la tierra se resquebraría completamente, destruyendo los edificios, las calles, hundiendo las granjas, los bosques y montañas. En definitiva, todo lo que la maldita guerra no hubiera destruido aún, lo haría la naturaleza.
¿Por qué había guerra en un país condenado? Esa es una pregunta que me hacía cada día, cuando me asomaba por la ventana de mi cómodo despacho y veía mi nueva ciudad brillar, encandilar con todo lo que ofrecía a los emigrantes como yo.
Yo era de aquel país. Sí, de ese.
Cuando las cosas se pusieron tensas y cada día me despertaba si no era por un bombardeo, era por el grito de alguien herido y si no, era por los militares reclamando víveres a los vecinos, dije ¡Basta!
Por primera vez, me alegré de saber que ya no me quedaba familia, era fácil tomar la decisión. Al día siguiente, armé una maleta, me dirigí a la frontera del país y dije que me iba. Me negaron la salida, me dijeron que tenía que permanecer leal al país, tenía que quedarme con ellos hasta el final para que nuestro glorioso legado perdurase.
¿Qué legado? Pensé. Todo lo que habíamos hecho era escindirnos ilegalmente y comenzar una guerra que no íbamos a ganar. Tantas vidas perdidas…
No, yo no quería hacer perdurar este legado. Me di la vuelta, volví a casa y empecé a hacer llamadas a mis conocidos, preguntando de la forma más sutil que podía si sabían de un medio para salir del país.
No encontré ninguna respuesta clara. Todo lo que sabían venía de rumores de ciertas personas que se dedicaban a cobrar un dinero para sacarte del país, pero no sabían cómo contactar con ellos o siquiera si era verdad. No me sorprendió. Si se hubiese sabido con certeza, ya alguien se hubiese encargado de eliminarlos o de cortarlo, como hicieron conmigo. Todo sea por permanecer unidos. No, no unidos, pero sí juntos hasta el final en esa jaula.
Yo había estudiado y trabajado fuera, antes de la escisión y había ahorrado algún dinero y no me importaba gastarlo si conseguía alguna respuesta por algún otro medio.
Siguiendo las pocas pistas que había recolectado previo pago, un día llegué a un bar de mala muerte. En su lateral derecho tenía una brecha enorme y, lo que era más llamativo, una bomba que no había explotado. La habían desactivado hace un tiempo, pero la bomba seguía ahí, clavada en el lateral.
Me quedé mirando el cartel del bar: “El afortunado mar”. Es curioso lo que pueden llamar la atención tres simples palabras. Me pregunté por qué tenía mar en el nombre cuando nuestro país era de interior. ¿Sería por el tipo de cocina? ¿Sería porque el mar era afortunado si tenía gente que pudiera sentirlo? O incluso si las personas eran las que tenían esa verdadera suerte.
Por supuesto, me volví a fijar en esa bomba y volví a mirar el nombre. Sí que fue afortunado que no explotara. Pero ¿se puede considerar alguien realmente afortunado estando en las circunstancias en las que estábamos?
Después de cinco minutos sin moverme frente a la puerta del bar, alguien se acercó y me preguntó si estaba bien. Salí de mi ensimismamiento y no recuerdo qué respondí, pero sí como aquella persona me sonrió haciéndome sentir una extraña sensación de comprensión en su mirada.
Me preguntó que qué hacía ahí y le contesté que estaba buscando una salida. Me tapé la boca, como si hubiera dicho algo tabú, pero solo me volvió a sonreír y me hizo señal de que entrara al bar.
Estuvimos varias horas hablando.
Me confirmó que ayudaba a sacar gente del país y me explicó el método que, básicamente consistía en aprovechar un bombardeo, donde el propio caos generaría brechas de seguridad en la frontera para pasar. El plan me parecía una locura, pero la otra opción era quedarme a esperar la muerte, quizá no ese día, ni al siguiente, pero al final llegaría. Por ello, tomé la decisión de intentar ese loco plan.
Nos buscamos un lugar no muy vigilado, cerca de la frontera. Los siguientes días fueron una calma tensa. Resultaba extraño esperar e incluso desear el siguiente bombardeo cuando antes, mi mayor deseo era que el que sentía fuera el último para siempre.
Como era de suponer, al final se produjo un nuevo bombardeo. La gente gritaba y buscaba un lugar donde refugiarse, las calles se llenaban de escombros y, mientras, nosotros corríamos en medio de todo el caos. Llegamos a la valla y los soldados no estaban, probablemente intentando coordinarse desde el cuartel o ayudando a poner a salvo a la gente.
Abrimos la valla con unas cizallas, yo crucé y empecé a correr, correr como nunca lo había hecho. Me alejé bastante, miré atrás y no había nadie más. Era parte del plan.
En el bar, le había preguntado por qué no se iba, me había vuelto a sonreír y me dijo “porque todavía hay gente como tú.”
Gracias a sus indicaciones, estuve en camino todo un día hasta que llegué a una colina. Al subirla…me mostró el mar. Era la señal que buscaba, el afortunado mar. Tontamente, lo primero que pensé fue “ahhh, de ahí viene el nombre.” Si lo veía, entonces solo tenía que llegar hasta ahí y un grupo de personas me recogerían y me llevarían a lugar seguro.
Un nuevo país me acogió, no tardé en encontrar trabajo, un hogar…sin embargo, aún me sorprendo de encontrarme llorando cuando menos me lo espero.
Como ahora, delante de la ventana, lloro por la vista tan hermosa que tengo y lloro por la vista que ya no tendré más…