
Pues aquí va mi propuesta de final de curso.
Oscuridad
Coegh dejó atrás los árboles y vio el pequeño refugio en mitad del claro, un poco más arriba en la pendiente. Tenía la ropa empapada y tiritaba sin parar mientras se abrazaba a sí mismo. Las lunas menguantes iluminaban apenas lo suficiente para distinguir sus botas en la nieve. Al acercarse intuyó dos ventanas con las contras cerradas, una a cada costado, pero ni un atisbo de luz. Las paredes eran de pequeños cantos parduzcos y el tejado, de pizarra cubierta de verdín y nieve. Jadeaba agitado, tratando de ignorar el frío que le acuchillaba los pulmones y la mezcla de sudor y lágrimas desesperadas que le arañaba los ojos con un escozor salado. Cada bocanada le traía la fragancia fría de coníferas y un hedor primitivo a miedo.
Llegó por fin a la entrada. Descansó un hombro en la puerta de la humilde cabaña y, con alivio, comprobó que no estaba atrancada. Exploró la oscuridad desde el umbral, pero apenas pudo adivinar algunas penumbras en aquel vacío. Estaba mareado. No recordaba cuándo había dejado de sentir los dedos de pies y manos y estaba tan exhausto que tuvo que agarrarse a las jambas de la puerta para no caer.
Oyó un rumor en el lindero del bosque, acechando. Un escalofrío le recordó su urgencia. Lobos. Guiñó los ojos y alargó el cuello bajo el dintel, escrutando las tinieblas de aquel agujero. Era incapaz de distinguir nada. Temblaba, y no solo de frío. No tenía opción, no duraría mucho a la intemperie.
—¿Hay alguien? —dijo sin mucho convencimiento. Sentía un cierto ridículo por hablarle al vacío y un miedo prudente por si se equivocaba.— Busco cobijo esta noche, necesito resguardarme y descansar, nada más. Marcharé al alba.
Dio un par de pasos cautos y cerró la puerta tras de sí con un estremecimiento de alivio. Abrió los ojos de par en par y los movió por instinto de un lado a otro. Solo vio la negra nada. Le invadió un vértigo repentino y se sintió desorientado, así que cerró los párpados. Si hubiera tenido algo en el estómago, habría vomitado. Apoyó su espalda contra la puerta y notó el metal del cerrojo clavándose en sus costillas. Se dio la vuelta de golpe azuzado por el miedo y con la torpeza de sus dedos insensibles forcejeó desesperado con el oxidado pasador hasta que, al fin, consiguió asegurarlo. Dejó escapar un suspiro trémulo y se giró como si estuviera al borde de un acantilado. Inmóvil de cara al centro de la estancia, o eso creía, escuchó. Su respiración quejumbrosa y el retumbar de su corazón desbordaban sus oídos. Contuvo el aliento. Intentó calmarse. Apestaba a humedad. Aspiró rápido por la boca y dejó escapar una breve tos contenida. El silencio seguía ahí, escuchándole. Abrió los ojos otra vez, ahora más calmado. La oscuridad seguía ahí, inmensa, vigilante.
—¿Hola? —susurró, temeroso de que la quietud, herida, se vengara de él.
Solo oyó el eco del silencio. Posó su petate en el suelo con un golpe sordo y lo abrió despacio a tientas. Le llevó un buen rato de palpar y remover hasta que sus dedos notaron el tacto de un rectángulo de lino embreado que envolvía un par de pequeñas velas, pedernal y un poco de yesca aún seca. Tras muchos impactos contra la piedra y varios dolorosos golpes en sus dedos, las chispas prendieron las fibras secas y, con ellas, una de las velas. «Suficiente», pensó.
Con la minúscula llama, que apenas pintaba una triste penumbra, echó un vistazo por la pequeña estancia. No debía tener más de diez pasos de largo y unos seis o siete de ancho. Le pareció ver un humilde camastro bajo una ventana y una figura humana sentada le miró con ojos cavernosos. La vela saltó por los aires.
—¡Ah! ¡Qué susto! —chilló con voz aflautada.— Disculpe, señor. ¡O señora! Me ha asustado. ¿Tiene luz? Solo quiero cobijo, de verdad. Puedo dormir en el suelo si es necesario, no pretendo incomodar a nadie. —gimoteó, con el susto a punto de destrozarle el pecho.
Se puso de rodillas despacio. Farfulló entre dientes todos los improperios que se le ocurrieron mientras el silencio le susurraba palabras de muerte. Le llevó otro largo rato encontrar la vela caída en el suelo de tierra. Volvió a chasquear el pedernal. Cada chispa fue una fugaz puñalada a la oscuridad; cada intento, un golpe de aquella mirada hueca. Su cabeza se mecía en una leve negación inconsciente. Consiguió encenderla por fin, al borde de la nausea.
Se acercó muy despacio al catre. Temblaba tanto que la llama casi se le apaga. Empezó a vislumbrar la figura sentada. Se acercó más. Un paso más. Otro más. Boquiabierto de espanto arqueó las cejas al distinguir el gélido cadáver de un hombre viejo y enjuto. Reculó. El aire se emborronó alrededor de Coegh, su peso lo abandonó y el suelo golpeó su cara mientras todo se hundía en la oscuridad.
—
Alejandro Santana