El día más especial de Elías
Para Elías, su cuarto cumpleaños era el acontecimiento más esperado de su corta existencia y lo ansiaba con la intensidad propia de su edad. Dentro de su poco desarrollado sentido del tiempo, era un horizonte de expectación que se acercaba demasiado despacio. Como todos los niños de tres años, quería crecer más rápido para ser un niño grande y alejarse de ese pasado lejano que llaman bebé.
Sabía que en su familia el cuarto cumpleaños era algo singular, algo único, algo que trazaba una línea que separaba un antes y un después. Mucho más especial que cumplir tres años o, incluso, cinco. Sabía que en su casa era diferente a otras familias, donde no era tan importante. Y también sabía que solo a los cuatro años podría cruzar las puertas del Secreto y conocerlo. Por eso no debía decirlo fuera, para que los otros niños no se pusieran tristes o sintieran envidia. Así se lo habían explicado sus padres y su hermano Carlos, que tenía ya cinco años y era tan mayor. Él le había dicho que al cumplir cuatro años todo cambiaba, que todo se volvía más colorido, más alucinante, más real, más, mucho más.
Elías quería a su mamá. No había duda. Era la persona a la que más quería en el mundo, junto con su hermano Carlos, su papá y Chinco, el perro. Se llamaba Elisa y lo quería tanto que le puso un nombre con las mismas letras que el suyo, cambiando un par de sitio, para compartir hasta eso. «Amalgrana» o algo así decía. Y su madre lo quería, y lo mimaba y se lo decía a menudo, para que lo supiera y se sintiera querido. Le hacía reír y, aunque a veces le reñía, sabía que poniendo cara de bueno y haciéndole algún mimo divertido se le cambiaba la cara en una sonrisa y se arreglaba cualquier enfado. Todo quedaba en una regañina que acababa en sonrisas cómplices y abrazos cálidos. Felicidad.
Por fin, aquella mañana de otoño Elías se despertó como otras mañanas de sábado: con el sonido de sus padres preparando el desayuno y el olor a pan recién tostado, despacio, descansado pero soñoliento y feliz de que empezara el nuevo día. Con una sonrisa en su carita de angelillo medio dormido, fue trotando con sus pasitos ya no tan pequeños en busca del abrazo y el mimo de sus padres. Estos le recordaron que era su cuarto cumpleaños, su día más especial. Se le encendió la cara como un sol sin nubes. Decían que estaban orgullosos de poder seguir la tradición familiar y que estaban muy contentos con él.
Jugaron a todos los juegos que quiso, con sus reglas, sin una sola negativa ni un solo pero. Le dieron besos y abrazos. Más que lo habitual, porque era su cuarto cumpleaños, un día muy importante. El día más especial. Le dejaron tomar toda la tarta que quiso y hasta le permitieron beber un vasito de CocaCola. Sabía que solo al caer el sol llegaría la celebración real, ese evento único que todos los miembros de la familia festejaban en el sótano, para que nadie los molestara.
Y al acabar la cena llegó el momento ansiado. Mamá lo cogió de una manita y papá de la otra, le sonrieron, le acariciaron la cabeza y le preguntaron «¿estás listo, Elías?». Él no dijo nada, pero asintió enérgicamente con la cabeza, lleno de emoción contenida y una curiosidad a punto de explotar. Sus padres abrieron la puerta y le acompañaron escaleras abajo, a la Habitación Siempre Cerrada.
* * *
Vi a Elías descender por las escaleras, su alma vibrante, refulgente, centelleando con destellos de mil colores. Vi sus pasitos torpes y su confianza ciega en aquellas manos grandes que lo sujetaban y lo traían hacia mí. Yo tenía la misma edad que Elías. Habíamos nacido en las sombras de la misma noche. Yo estaba tan nervioso y ansioso como él. No podía verme, no podía ver nada. Pero yo lo veía a él, con mis padres. Por fin, en mi día especial, en mi cuarto cumpleaños se cumpliría la tradición familiar. Entonces empecé a acercarme a Elías, que seguía sin poder verme y se empezaba a impacientar porque no encendían las luces. Tenía que darme prisa, pero quería saborear el momento. Era un alma tan bonita. Me acerqué a ella y sentí algo extraño, algo que nunca había sentido antes. Calor. No. Candor. Su risita empezaba a salpicarse de preocupación. Mis padres me miraron entre las sombras y me urgieron a actuar. Noté esa pequeña resistencia que todos sentimos la primera vez, pero di un paso adelante y sujeté la cabeza de Elías. Los dos abrimos los ojos de par en par. Yo de la emoción; él, del pavor al entendimiento que les asalta en el contacto. Con el primer mordisco a su alma, Elías lloró de terror; yo, de placer desaforado. Con el dolor del segundo mordisco, Elías miró con pánico a los que creía sus padres y descubrió que, en su horrible traición, solo eran los ganaderos que lo habían preparado para su verdadero hijo; yo noté el dulce sufrimiento de su desesperación descarnada en mi paladar. Con el tercero, descubrió que hay sombras más oscuras que las tinieblas de un sótano y que no tendría más cumpleaños; yo, que alimentándome de su alma estaba creando un enlace con su cuerpo. Con el cuarto mordisco Elías murió y yo nací a la luz, a un cuerpo, a cumpleaños futuros.
Siempre querré a Elías. Sin él no podría conocer la luz. Sin él no podría vivir, simplemente vivir, y solo sería una sombra más en un mundo oscuro. Sin Elías no tendría una luz interna, vibrante, refulgente, centelleando con destellos de mil colores. Gracias, Elías, por nuestro cuarto cumpleaños, por nuestro día más especial.