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23 noviembre 2021 a las 12:59 am #13579Alejandro SantanaParticipante
Responsabilidad
Eliodoro tenía una edad avanzada, un paraguas y un marcado sentido de la responsabilidad.
Cada día salía a pasear y siempre, siempre llevaba consigo su paraguas. Jamás lo dejaba en un paragüero, podría olvidarlo o, peor aún, ¡podrían birlárselo! Solo de pensarlo, le palpitaba el medicamento para la tensión.
Cada mañana decidía si iba a abrirlo o no, o si iba a hacerlo a ratos. A veces, incluso, lo abría solo a medias, con una sonrisita maliciosa que nadie entendía. De vez en cuando, justo antes de sentirse culpable, lo agitaba de forma violenta. Y en algunas épocas solía meterlo en la nevera o situarlo cerca de un pequeño calefactor.
Casi siempre soñaba con paraguas y en los últimos meses sus sueños tenían goteras de preocupación por el estado del suyo, con muchos años y muchos remiendos.
La memoria de Eliodoro empezaba a hacer aguas y eso le preocupaba en extremo, tenía una obligación enorme, una tarea tan grande como el cielo.
Un día ocurrió algo terrible. Cuando llegó a casa echó en falta el paraguas. ¿Cómo podía ser tal cosa? Si nunca lo soltaba. ¿Qué ocurriría ahora si él no lo abría de vez en cuando? La sequía se los llevaría a todos por delante. Todo acabaría siendo un erial reseco. Empezó a dolerle la cabeza. Tenía que solucionarlo, era su deber. Se lanzó con nonagenario ímpetu a la calle, hacia una tienda cercana donde vendían paraguas. Pero cuando llegó estaba cerrada. ¡Era domingo! Tuvo que sentarse un rato para no caer. Volvió a casa murmurando para sí una preocupación culpable.
Esa noche no pegó ojo y ya muy temprano esperaba a que abrieran la tienda. Al salir respiró aliviado, era un buen paraguas. Pero el mal estaba hecho, le iba a llevar un par de meses domesticarlo, un par de meses de tiempo loco e imprevisible. El peso de la responsabilidad era enorme, pero al menos las cosas volverían a su sitio, como las otras veces.
Eliodoro volvió a dormir bien por las noches, abrazado a su paraguas nuevo.—
Alejandro Santana8 noviembre 2021 a las 12:52 am #13569Alejandro SantanaParticipanteEl día más especial de Elías
Para Elías, su cuarto cumpleaños era el acontecimiento más esperado de su corta existencia y lo ansiaba con la intensidad propia de su edad. Dentro de su poco desarrollado sentido del tiempo, era un horizonte de expectación que se acercaba demasiado despacio. Como todos los niños de tres años, quería crecer más rápido para ser un niño grande y alejarse de ese pasado lejano que llaman bebé.
Sabía que en su familia el cuarto cumpleaños era algo singular, algo único, algo que trazaba una línea que separaba un antes y un después. Mucho más especial que cumplir tres años o, incluso, cinco. Sabía que en su casa era diferente a otras familias, donde no era tan importante. Y también sabía que solo a los cuatro años podría cruzar las puertas del Secreto y conocerlo. Por eso no debía decirlo fuera, para que los otros niños no se pusieran tristes o sintieran envidia. Así se lo habían explicado sus padres y su hermano Carlos, que tenía ya cinco años y era tan mayor. Él le había dicho que al cumplir cuatro años todo cambiaba, que todo se volvía más colorido, más alucinante, más real, más, mucho más.
Elías quería a su mamá. No había duda. Era la persona a la que más quería en el mundo, junto con su hermano Carlos, su papá y Chinco, el perro. Se llamaba Elisa y lo quería tanto que le puso un nombre con las mismas letras que el suyo, cambiando un par de sitio, para compartir hasta eso. «Amalgrana» o algo así decía. Y su madre lo quería, y lo mimaba y se lo decía a menudo, para que lo supiera y se sintiera querido. Le hacía reír y, aunque a veces le reñía, sabía que poniendo cara de bueno y haciéndole algún mimo divertido se le cambiaba la cara en una sonrisa y se arreglaba cualquier enfado. Todo quedaba en una regañina que acababa en sonrisas cómplices y abrazos cálidos. Felicidad.Por fin, aquella mañana de otoño Elías se despertó como otras mañanas de sábado: con el sonido de sus padres preparando el desayuno y el olor a pan recién tostado, despacio, descansado pero soñoliento y feliz de que empezara el nuevo día. Con una sonrisa en su carita de angelillo medio dormido, fue trotando con sus pasitos ya no tan pequeños en busca del abrazo y el mimo de sus padres. Estos le recordaron que era su cuarto cumpleaños, su día más especial. Se le encendió la cara como un sol sin nubes. Decían que estaban orgullosos de poder seguir la tradición familiar y que estaban muy contentos con él.
Jugaron a todos los juegos que quiso, con sus reglas, sin una sola negativa ni un solo pero. Le dieron besos y abrazos. Más que lo habitual, porque era su cuarto cumpleaños, un día muy importante. El día más especial. Le dejaron tomar toda la tarta que quiso y hasta le permitieron beber un vasito de CocaCola. Sabía que solo al caer el sol llegaría la celebración real, ese evento único que todos los miembros de la familia festejaban en el sótano, para que nadie los molestara.
Y al acabar la cena llegó el momento ansiado. Mamá lo cogió de una manita y papá de la otra, le sonrieron, le acariciaron la cabeza y le preguntaron «¿estás listo, Elías?». Él no dijo nada, pero asintió enérgicamente con la cabeza, lleno de emoción contenida y una curiosidad a punto de explotar. Sus padres abrieron la puerta y le acompañaron escaleras abajo, a la Habitación Siempre Cerrada.* * *
Vi a Elías descender por las escaleras, su alma vibrante, refulgente, centelleando con destellos de mil colores. Vi sus pasitos torpes y su confianza ciega en aquellas manos grandes que lo sujetaban y lo traían hacia mí. Yo tenía la misma edad que Elías. Habíamos nacido en las sombras de la misma noche. Yo estaba tan nervioso y ansioso como él. No podía verme, no podía ver nada. Pero yo lo veía a él, con mis padres. Por fin, en mi día especial, en mi cuarto cumpleaños se cumpliría la tradición familiar. Entonces empecé a acercarme a Elías, que seguía sin poder verme y se empezaba a impacientar porque no encendían las luces. Tenía que darme prisa, pero quería saborear el momento. Era un alma tan bonita. Me acerqué a ella y sentí algo extraño, algo que nunca había sentido antes. Calor. No. Candor. Su risita empezaba a salpicarse de preocupación. Mis padres me miraron entre las sombras y me urgieron a actuar. Noté esa pequeña resistencia que todos sentimos la primera vez, pero di un paso adelante y sujeté la cabeza de Elías. Los dos abrimos los ojos de par en par. Yo de la emoción; él, del pavor al entendimiento que les asalta en el contacto. Con el primer mordisco a su alma, Elías lloró de terror; yo, de placer desaforado. Con el dolor del segundo mordisco, Elías miró con pánico a los que creía sus padres y descubrió que, en su horrible traición, solo eran los ganaderos que lo habían preparado para su verdadero hijo; yo noté el dulce sufrimiento de su desesperación descarnada en mi paladar. Con el tercero, descubrió que hay sombras más oscuras que las tinieblas de un sótano y que no tendría más cumpleaños; yo, que alimentándome de su alma estaba creando un enlace con su cuerpo. Con el cuarto mordisco Elías murió y yo nací a la luz, a un cuerpo, a cumpleaños futuros.
Siempre querré a Elías. Sin él no podría conocer la luz. Sin él no podría vivir, simplemente vivir, y solo sería una sombra más en un mundo oscuro. Sin Elías no tendría una luz interna, vibrante, refulgente, centelleando con destellos de mil colores. Gracias, Elías, por nuestro cuarto cumpleaños, por nuestro día más especial.
8 noviembre 2021 a las 12:50 am #13568Alejandro SantanaParticipanteElena, este relato me tiene regusto de microrrelato con ese final tan evocador. Que casi dan ganas de empezar una serie con ese final como voz en off y luego hacer un flashback con el resto de lo que narras, y luego seguir con el resto de aventuras.
Yo tampoco le veo agujeros de guión y las cosas se van sucediendo con lógica, incluido el final, consecuencia del encuentro.
9 octubre 2021 a las 9:32 am #13551Alejandro SantanaParticipanteEso me temo que nos suele pasar a todos. La información en nuestra cabeza llena los huecos del texto sin darnos cuenta. Una manera es dejar reposar el texto para distanciarse de él para corregirlo. Al menos, es lo que intento yo.
8 octubre 2021 a las 12:27 am #13549Alejandro SantanaParticipantePues aquí va mi propuesta de final de curso.
Oscuridad
Coegh dejó atrás los árboles y vio el pequeño refugio en mitad del claro, un poco más arriba en la pendiente. Tenía la ropa empapada y tiritaba sin parar mientras se abrazaba a sí mismo. Las lunas menguantes iluminaban apenas lo suficiente para distinguir sus botas en la nieve. Al acercarse intuyó dos ventanas con las contras cerradas, una a cada costado, pero ni un atisbo de luz. Las paredes eran de pequeños cantos parduzcos y el tejado, de pizarra cubierta de verdín y nieve. Jadeaba agitado, tratando de ignorar el frío que le acuchillaba los pulmones y la mezcla de sudor y lágrimas desesperadas que le arañaba los ojos con un escozor salado. Cada bocanada le traía la fragancia fría de coníferas y un hedor primitivo a miedo.
Llegó por fin a la entrada. Descansó un hombro en la puerta de la humilde cabaña y, con alivio, comprobó que no estaba atrancada. Exploró la oscuridad desde el umbral, pero apenas pudo adivinar algunas penumbras en aquel vacío. Estaba mareado. No recordaba cuándo había dejado de sentir los dedos de pies y manos y estaba tan exhausto que tuvo que agarrarse a las jambas de la puerta para no caer.
Oyó un rumor en el lindero del bosque, acechando. Un escalofrío le recordó su urgencia. Lobos. Guiñó los ojos y alargó el cuello bajo el dintel, escrutando las tinieblas de aquel agujero. Era incapaz de distinguir nada. Temblaba, y no solo de frío. No tenía opción, no duraría mucho a la intemperie.—¿Hay alguien? —dijo sin mucho convencimiento. Sentía un cierto ridículo por hablarle al vacío y un miedo prudente por si se equivocaba.— Busco cobijo esta noche, necesito resguardarme y descansar, nada más. Marcharé al alba.
Dio un par de pasos cautos y cerró la puerta tras de sí con un estremecimiento de alivio. Abrió los ojos de par en par y los movió por instinto de un lado a otro. Solo vio la negra nada. Le invadió un vértigo repentino y se sintió desorientado, así que cerró los párpados. Si hubiera tenido algo en el estómago, habría vomitado. Apoyó su espalda contra la puerta y notó el metal del cerrojo clavándose en sus costillas. Se dio la vuelta de golpe azuzado por el miedo y con la torpeza de sus dedos insensibles forcejeó desesperado con el oxidado pasador hasta que, al fin, consiguió asegurarlo. Dejó escapar un suspiro trémulo y se giró como si estuviera al borde de un acantilado. Inmóvil de cara al centro de la estancia, o eso creía, escuchó. Su respiración quejumbrosa y el retumbar de su corazón desbordaban sus oídos. Contuvo el aliento. Intentó calmarse. Apestaba a humedad. Aspiró rápido por la boca y dejó escapar una breve tos contenida. El silencio seguía ahí, escuchándole. Abrió los ojos otra vez, ahora más calmado. La oscuridad seguía ahí, inmensa, vigilante.
—¿Hola? —susurró, temeroso de que la quietud, herida, se vengara de él.
Solo oyó el eco del silencio. Posó su petate en el suelo con un golpe sordo y lo abrió despacio a tientas. Le llevó un buen rato de palpar y remover hasta que sus dedos notaron el tacto de un rectángulo de lino embreado que envolvía un par de pequeñas velas, pedernal y un poco de yesca aún seca. Tras muchos impactos contra la piedra y varios dolorosos golpes en sus dedos, las chispas prendieron las fibras secas y, con ellas, una de las velas. «Suficiente», pensó.
Con la minúscula llama, que apenas pintaba una triste penumbra, echó un vistazo por la pequeña estancia. No debía tener más de diez pasos de largo y unos seis o siete de ancho. Le pareció ver un humilde camastro bajo una ventana y una figura humana sentada le miró con ojos cavernosos. La vela saltó por los aires.
—¡Ah! ¡Qué susto! —chilló con voz aflautada.— Disculpe, señor. ¡O señora! Me ha asustado. ¿Tiene luz? Solo quiero cobijo, de verdad. Puedo dormir en el suelo si es necesario, no pretendo incomodar a nadie. —gimoteó, con el susto a punto de destrozarle el pecho.
Se puso de rodillas despacio. Farfulló entre dientes todos los improperios que se le ocurrieron mientras el silencio le susurraba palabras de muerte. Le llevó otro largo rato encontrar la vela caída en el suelo de tierra. Volvió a chasquear el pedernal. Cada chispa fue una fugaz puñalada a la oscuridad; cada intento, un golpe de aquella mirada hueca. Su cabeza se mecía en una leve negación inconsciente. Consiguió encenderla por fin, al borde de la nausea.
Se acercó muy despacio al catre. Temblaba tanto que la llama casi se le apaga. Empezó a vislumbrar la figura sentada. Se acercó más. Un paso más. Otro más. Boquiabierto de espanto arqueó las cejas al distinguir el gélido cadáver de un hombre viejo y enjuto. Reculó. El aire se emborronó alrededor de Coegh, su peso lo abandonó y el suelo golpeó su cara mientras todo se hundía en la oscuridad.
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Alejandro Santana8 octubre 2021 a las 12:13 am #13546Alejandro SantanaParticipante@Sonia:
La extensión no tiene porque ser mayor. Las partes están claras y el final se resuelve dando mayor interés por saber qué pasará. Así que genial.
Te dejo un par de dudas que me surgen durante la lectura:
– La cúpula debe ser transparente para que pueda ver los pájaros de fuera, pero cuando dices “blindad” y “maciza”, me lleva a pensar en algo opaco, aunque el vidrio, cristal o plásticos puedan ser macizos y tranparentes.
– ¿La ciudad tiene solo una parte cubierta por la cúpula? ¿O lo que hay fuera es un entorno de otro tipo como aldeas dispersas o un extensión de chabolas?8 octubre 2021 a las 12:02 am #13545Alejandro SantanaParticipanteMis comentarios con ánimo constructivo (siempre).
@Ari Rodríguez:
Tema interesante y brutal, siempre.
Al principio no me queda claro si la falla ya colapsó o no, ya que ese futuro inevitable respecto al punto temporal de la guerra no me queda claro si es anterior o posterior a instante de la narración (intuyo que pasado, pero me surgen dudas).
Después, cuando ya estoy metido en la narración del pasado y las perspectivas del mismo, se hace la pregunta y salta al tiempo presente en su nueva vida, pero sigue narrando en pasado.Esa es una pregunta que me hacía cada día, cuando me asomaba por la ventana de mi cómodo despacho y veía mi nueva ciudad brillar, encandilar con todo lo que ofrecía a los emigrantes como yo.
Y luego vuelve al pasado. Esto me saca un poco de la narración por los saltos temporales. Tal vez se podría escribir en presente lo que corresponde a su nueva vida (como en la frase final) o simplemente omitirlo. Creo que con “Yo era de aquel país. Sí, de ese.” se entiende que ya no esta allí, que narra desde otro lugar en el futuro (respecto a la guerra).
Aquí:
Yo había estudiado y trabajado fuera, antes de la escisión y había ahorrado algún dinero y no me importaba gastarlo si conseguía alguna respuesta por algún otro medio.
Me chocó la expresión “no me importaba”. Es muy neutra para una situación de guerra, represión gubernamental y apocalipsis natural inminente. Me pide más desesperación, o rabia. Claro que gastaría aquel dinero, y todo el que pudiera conseguir, para poder huir de un final forzado que no desea.
La huída me pide más obstáculos. Al menos, que parezca que no lo va a conseguir. Tal vez se quede enganchada en la verja, o le pase a otra persona que huye y no pueda liberarla. Tensiónnn.
Por otro lado, el detalle del mar afortunado me gusta, es un guiño bonito.
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